jueves, 1 de mayo de 2014

Los sueños, sueños son.

Soñar que te matan. Despertar, y comprobar que tu brazo izquierdo sigue como siempre.

Verano de 2016, hacía calor. Un piso alquilado compartido con amigos, con ese calor típico del verano pero acompañado de una suave brisa mañanera. Tocó ir a la cocina, y asomarse a la ventana de ese quinto piso que daba a un jardín, un amplio jardín verde, donde el sol brillaba. Encontró un motivo para arrojar con fuerza un poco de agua. ¿Símbolo de felicidad? Estaba siendo el verano de su vida. Fue al salón y laguna mental.

Parece ser que se quedó dormida en el sofá , y despertó asomada al escote de esa camiseta gris que solía usar de pijama en primavera.'El pudor pesa más que estar fresquita, a pesar de la confianza', pensó. Se levantó y fue hacia uno de los dormitorios. Los niños estaban haciendo mucho ruido. Recuerda una discusión, y el final de la misma: un sonoro disparo que acabó en su pecho. Ya no se asustó con el roce de la bala en un segundo apretón de gatillo que acabó en su hombro izquierdo. Sin recordar con claridad, supo que la arrojaban a las vías del tren. El sonido metálico y chirriante inundó la plataforma del andén. Se acabó. Todo negro.


Sin saber cómo, despertó, diferente. Ya no era ella. Un coche, con su hermana.

-Celia, -dijo. No era su voz.- Celia, ¿qué ha pasado?
-¿Quién es usted?
La pregunta la taladró por dentro. Se miró las manos. No eran las suyas. Manos octogenarias. Se tocó la cara, llena de arrugas. '¿Pero qué coño?' pensó.

Reencarnación. Le costó convencerse a sí misma de que hacía unas horas era ella misma y ahora..¿quién era?

-Celia, por favor, no me gusta esta broma.
-¿Quién es usted?
-Estoy soñando, ¿verdad?
-Señora...
-Celia, soy Andrea.
La miró extrañada. Los ojos de color indescriptible de la pequeña (una explosión de marrones y verdes) se cubrieron de cristal salado. 
-Señora, deje las bromas.
-Celia, soy yo. Por favor, tienes que ayudarme.

No hay mayor convicción que la fraternal: un par de anécdotas y un abrazo. Llegaron a una calle parecida a alguna que conocía bien.Se bajó del coche y llegó a un edificio alto, un rascacielos. Entró, y subió las escaleras. Tercera planta, área restringida. Seguramente no debiera estar ahí, pero no había otra forma de saber qué estaba pasando. Por el pasillo se cruzó con varios ¿científicos? Posiblemente, iban vestidos con bata blanca. Entró a un cuarto de baño a lavarse la cara. El espejo reflejaba a una señora mayor de pelo rubio. 'Tengo que salir de aquí'.

Bajó a la primera planta, a la sala de espera. No sabía qué, pero creyó estar esperando algo. Una madre y su hija jugaban con un gato. Su gato. Se acercó a ella maullando. Al menos alguien la había reconocido a la primera. Lo cogió, aún con la calva de pelo que le daba tanto grima.

El gran ventanal de la sala daba a la calle principal, donde se escuchaba a un grupo de músicos callejeros. Tras las cortinas, reconoció a todos y cada uno de los del piso. Necesitaba respuestas. 

Corrió escaleras abajo y por la calle como si no hubiera mañana. Se estaban levantando del banco donde estaban sentados. Vio a la chica del pelo rizado, y también al chico rubio de las gafas de sol. Ellos también estuvieron en el piso la mañana que pasó todo. Corrió.
'¡Ana!' La chica se giró, y para cuando quiso darse cuenta, ya tenía a la vieja encima, abrazándola. -Ana, soy Andrea, ¿qué ha pasado? 
La chica del pelo rizado se secó las lágrimas con un pañuelo de tela. 
-Pero ¿qué hace, señora?
-Ana, soy Andrea. Puedo demostrarlo.
El chico rubio miraba desde lejos. 
-¡Vámonos!
La chica del hamster, con la cara descompuesta, escuchó atónita como aquella mujer rajaba su vida de arriba abajo, sus secretos más íntimos en apenas unos segundos.
-Señora, me está asustando...
-Tienes que creerme.

Un chico de pelo castaño y rizado miraba fríamente desde un paso de peatones. Ese hijo de puta la había condenado.

Se fueron. La vieja quedó sola en mitad de la ancha acera. ¿Y ahora qué?