viernes, 30 de mayo de 2014

Felicidades.

Cuenta la leyenda sobre una princesa de gran sonrisa...

Abre los ojos. Se ha quedado dormida esperando, tumbada en un banco de piedra. Mira a su alrededor. Había oscurecido, y ella sólo recordaba que llegó allí siendo de día. Pensó que habrían pasado un par de horas. Se volvió para ver el reloj que coronaba la plaza del recinto amurallado. Un par de horas, los cojones. Estaba allí desde las ocho de la tarde -aunque traspuesta, estaba allí- y el reloj marcaba las doce menos cuarto. 'Me han plantado', pensó. Había estado esperando como una tonta, empezaba a hacer frío. Sacó el móvil del bolsillo, buscando algún contacto con alguien. Veinte llamadas perdidas, eso esperaba encontrar como mínimo. Sólo encontró un mensaje de una amiga: << Cómo va? >>.
'De puta pena'. No iba a contestar a nadie más. No pensaba dar señales de vida. No. La noche se tornaba oscura, y al otro lado de la muralla se podía apreciar cómo el mar se quejaba y revolvía de decepción y furia. Ella estaba igual. 

De pronto, sólo un pensamiento: correr e intentar escapar. Se quitó los tacones, que quedaron perdidos en medio de la nada. Callejeó sin rumbo concreto hasta salir del laberinto de calles dispuestas anárquicamente, que la llevaron a una cuesta que bajaba a un desfiladero. Paseo salpicado de agua marina, por un lado; y por el otro un camino rocoso, empedrado, caótico. Por su carácter, adivinad dónde fue. 

Había escuchado a más de una quejarse de llevar tacones y que salieran ampollas. Ella se quejaba de no sentir dolor en los pies a pesar de tenerlos en carne viva. Bajó hasta los grandes bloques de piedra donde rompían violentamente las olas. Se soltó el pelo, liberando sus rizos, empapando el aire en una mezcla de salitre y espuma de mar y pelo. Cerró los ojos. Escuchó el mar. Escuchó su grito interior. Escuchó un grito. Abrió los ojos, y vio a alguien cayendo desde la muralla a las profundidades del mar. Volvió a cerrarlos pensando que era sólo su poderosa imaginación, aquella de la que tan maravillosas historias habían salido. Ya no distinguía lo que pasaba a su alrededor. De su boca entrecerrada no podía salir más que el siseo de una melodía que había estado escuchando toda la tarde.

Las campanadas del reloj de la plaza en la que empezó todo tañeron. Cantaban las doce de la noche. Alguien que la felicitaba cálidamente. Alguien la abrazaba, manos invisibles según ella, que la invitaban a hundirse y confundirse con lo más profundo del azul desconocido.

Volvió a despertar, esta vez de verdad. Su rubio al lado. ¿Cómo iba a dejarla tirada? 
'Princesa, felicidades..'