martes, 15 de abril de 2014

Dos horas.

"Le quedan a penas dos horas de vida."
El eco de esas palabras quedaron resonando en su cabeza, impregnando las esquinas de esa podrida habitación de hospital y todos y cada uno de los rincones del edificio.
Dos horas, las últimas. Ahora todo cobraba sentido. Su juventud en los años 40, la primera vez que la vio en el trabajo, sus año en esa cochambrosa empresa de Coca-cola en la que los trozos de yeso se desprendían del techo, todas las alarmas de madrugada, sus hijos, nietos, y bisnietos. Dos horas, y el reloj no iba a pararse. Él, tampoco.

Cogería la bolsa de suero a la que llevaba atado todo el día, se desengancharía de la vía que en los últimos meses había formado parte de su brazo y, ayudándose de su brazo derecho, abandonaría esa cama prácticamente amoldada a su cuerpo para encaminarse de nuevo hacia la vida. Dejando atrás esa primera habitación del pasillo en la que tantas horas había pasado, se encaminaría hacia las escaleras, y bajaría una planta, para saludar por última vez al guardia que custodiaba la puerta, y cruzarla. Atardecía, o eso le pareció por los colores ambarinos, anaranjados y rojizos que se filtraban por la puerta y se reflejaban en sus ojos azules con asombro. Hacía mucho que no veía un atardecer. Ya de espaldas a la salida, una bocanada de aire húmedo le atizaría la cara, trayendo consigo una ligera brisa impregnada de olor a incienso. Recordaría los 'jueves santos' comiendo en casa de su cuñada, su juventud en Barcelona. Calle abajo, por Alfonso X, cruzaría algún saludo cordial con algún antiguo amigo, y sin prisa pero sin pausa, daría su último paseo al aire libre para llegar a su casa, y con toda la tranquilidad del mundo, abriría la puerta del portal, chirriante, para variar. Al fondo del largo pasillo escucharía a la vecina que siempre discutía con su promiscua hija, y a continuación abriría lentamente la puerta de su casa, con la misma solemnidad que se abre un ataúd, para adentrarse en el calor de su hogar, dejar la gorra y las llaves en la cómoda, y tumbarse en la cama que tiempo atrás había sido ocupada por una dama de gafas ligeras. Aún olía a ella. 

No fueron más de quince minutos; los suficientes para dejar volar su imaginación, llegar junto a ella, y recibir con una sonrisa el beso de la muerte.