miércoles, 23 de julio de 2014

Sueños, cristales, corazones.

Vas a coger un vaso para echarte un poco de agua y se te resbala de los dedos, chocando con la encimera de granito gris, dejando una estela de pequeños y diminutos pedacitos cristalinos en la vitro, en la encimera, y cómo no, en el suelo. Qué torpe eres, has roto el vaso. Ahora te toca recoger los pedazos, que es lo más difícil, ya que por muchos cristales que metas con la escoba en el recogedor sigues escuchando chirriar otros muchos que se han pegado a la suela de tus chanclas. Cristales desparramados por toda la cocina, llegando incluso hasta el cacharro del agua del pobre gato.
Se lo limpias, le cambias el agua, y corre hacia donde estás, no sabes si para estar contigo o por refrescarse un poco. Intentas echarlo de allí para que no se corte, aunque parece darle igual porque sigue insistiendo, así que tienes que acabar encerrándolo en la habitación de enfrente para poder arreglar en la medida de lo posible el estropicio que has formado. Y claro, como estás sola, piensas.

¿Por qué el gato sentía tal afecto hacia el erizo? El erizo, por fuera cubierto de pinchos, una auténtica fortaleza; pero por dentro es tan refinada como ese animal, engañosamente indolente, tremendamente solitario y terriblemente elegante. Aunque no suela demostrarlo en su totalidad. Por otro lado, el gato. Quienes no los conocen dicen que son pretenciosos. Yo creo que es más bien curiosidad, aunque tal vez posean las dos cualidades.
Seguiría un poco más con la incertidumbre, sin saber durante cuánto tiempo más, y sin olvidar nunca dos cosas. Ella era un erizo, y la curiosidad mató al gato.