jueves, 26 de diciembre de 2013

Volver.

En mi ciudad no nieva en invierno. No nos levantamos en año nuevo bajo el frío de los copos cenicientos que han quedado reposando en el alféizar de la ventana. Aquí el frío es distinto. Es algo casi existencial, el frío está en la gente.
Yo me recosté en ese alféizar de ventana que me imagino nevado, con los brazos cruzados, muriéndome de odio, de hastío. A mi espalda seguía retumbando en cada uno de mis nervios la vibración de aquel portazo. Rugía de rabia.

¿Qué más da? Tengo que volver a ser la misma. Si eso significa un tiempo retirada de algunas cosas, así será. Pero como siempre, con los míos.

Menos de una hora antes había muerto. Repaso una y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue entonces, en el resplandor de aquel invierno remoto, cuando empezó a hundirse mi vida. Cuando procuro analizar mis propios anhelos, motivaciones y actos, me rindo ante una especie de imaginación retrospectiva que atiborra la facultad analítica que con infinitas alternativas bifurca incesantemente cada rumbo visualizado en la perspectiva enloquecedoramente compleja de mi pasado
La conmoción producida por su muerte consolidó la frustración de ese invierno de pesadilla y la convirtió en un obstáculo permanente para cualquier romance ulterior, a través de los fríos años de mi juventud. Lo espiritual y lo físico se habían fundido en nosotros con perfección tal que no puede sino resultar incomprensible para los jóvenes materialistas, rudos y de mentes uniformes, típicos de mi tiempo. Dos años después de su muerte sentía que sus pensamientos flotaban en torno a los míos.
Romperé el hechizo encarnándolo en otro.

Me gustaría ser incinerada. Me he pasado toda mi vida en una caja. No quiero que me entierren en una.