Siempre es difícil averiguar la fecha de caducidad de las tradiciones. Pero algo sí parece bien claro: las salvajadas deben tender a desaparecer, y los ediles deben apuntarse a intentar borrar de los entretenimientos aquellos que consisten en torturar y martirizar animales.
Las costumbres mudan con los tiempos. A los ladrones se les cortaba la mano o se les azotaba en público, a los blasfemos se les torturaba y a los enfermos se les sangraba. Todas estas costumbres parecen hoy barbaridades, pero el espectáculo de ver un asesinato no parece más que parte del alma de una población.
La razón debe ganar a la barbarie. Azuzar el salvajismo puede ser divertido para algunos, sobre todo para los salvajes, pero debería estar borrado de los planes de las corporaciones actuales, y acabar con los jolgorios cerriles.
Claro que no es fácil oponerse a estas prácticas en el mundo actual, cuando en muchos lugares parece volver a nuestro entorno cultural el malhadado casticismo. Por los rincones se cuela la España Cañí y zarrapastrosa que amenaza con devolvernos al siglo XIX. Esperamos que el pueblo, que ha tenido el placer de elegir mediante un procedimiento tan moderno como el de la urna, no opte por el populismo tribal, tan antiguo, para inventarse la rica tradición de las corridas y el volteo mortal de los apellejados en vino o similar.