domingo, 16 de septiembre de 2012

Carreteras, aeropuertos, cafés.

En el largo trayecto hacia el aeropuerto, dentro de aquel taxi, un Opel, se hizo el silencio. Su imaginación volaba, y recordaba alguna escena de novela en la que el conductor y copiloto discutían sobre los gustos stalinianos o fascistas. Se reía para sus adentros. Delante, un cincuentón trabajando para ganarse unas perras lucía un llamativo bigote hitleriano negro, acompañado con unas gafas de sol que similaban ser las de un vaquero del oeste. Tenía cierto parecido a un cantante, un tenor, una fotocopia tal vez, y conducía atento y despreocupado a la vez, fingiendo hacer muecas. Se abrió una ventana, y el aire, con un desmesurado molesto ruido comenzó a bailar en el automóvil. A ella se le iluminó la cara. Sonó Perry. (...)
Al bajar, el aeropuerto se visualizaba grandilocuente, y la terminal se sostenía por altas vigas férreas y vidrios cristalinos. Dentro, añoró esa cantidad de gente que solía ver, sustituida por un volumen considerable, pero este mes menor; y se imaginaba la procedencia y destino de cada uno, la vida que tenían y alguna que otra vez, las discusiones. Recorría los amplios pasillos mirando al techo, con un sentimiento de enanismo cada vez mayor. Lo relacionó con un templo por un momento. Se fijó en un par de gorriones que revoloteaban sin saber concretamente dónde estaban, conociendo solo la jaula de cristal y paneles en la que se habían adentrado. Ahogó todos esos pensamientos en un café.