jueves, 23 de agosto de 2012

Tardes de puerto.

Cruzaron el semáforo. Hablaban de lo fantasmagórica que se encontraba la ciudad esa tarde. Una suave neblina danzaba por las calles del centro. En la entrada del puerto la niebla comenzó a condensar.  El antiguo ayuntamiento se notaba frío y lejano a ellas, a pesar de estar a unos pocos metros. Cruzaron el largo paseo, y pararon en un banco. Su mirada no llegaba a distinguir dónde se juntaban cielo y mar. El barco, a pesar de estar atracado cerca de donde se situaban, se notó lejano hasta que se encendieron las farolas. Anochecía. La gente paseaba tranquila, a pesar de que a María se le semejaban a espíritus salidos de una novela. Continuaron caminando, hasta llegar al final del puerto, donde pararon en una cervecería. Pequeñas gotitas de agua las rociaban, calándolas. Al acabar se acercaron al muelle. El mar se encontraba en calma, con una capa de niebla que la cubría, y a penas dejaba distinguir el reflejo anaranjado de las luces. Al fondo, la catedral, el alcázar, algunos edificios y árboles se desdibujaban, dejando notar solamente su oscura silueta. Un globo negro cruzó el cielo. Ella llevaba una camiseta negra. Se imaginó volando, subiendo, desapareciendo, dejándose explotar y caer. Lo miraron alejarse hasta que lo perdieron de vista entre la bruma. Y cuando creyó aterrizar, vio otro seguir el mismo camino. Otro globo, rojo, pero esta vez, simplemente lo vio alzarse. El faro, a su espalda, llamó su atención. Se intuía cochambroso,  débil, insignificante, pero esperanzado. Era la única luz clara que veía claramente, a pesar de que la fosca quería impedirlo.